lunes, 23 de abril de 2012

¿Qué ocurre cuando nos enfadamos con los peques?



¿Recordáis cómo os llamaban cuándo eráis pequeños vuestros padres? ¿Recordáis cómo os sentíais cuando os cobijaban en sus brazos?
Estoy segura de que un niño al que se le prodigan muestras de afecto continuamente será una persona con una fuerte autoestima, el proceso es así: “me quiero porque me han querido”. El amor hacia los hijos debería ser incondicional, pero ¿qué ocurre cuándo nos enfadamos con ellos?
Pues sucede que muchas veces no sabemos racionalizar nuestras emociones y no queremos perder tiempo conversando con los pequeños. Parece que nos sintamos bien expresando la desaprobación con gritos y palabras hirientes, nos comportamos como hemos aprendido.

Mi hija necesita que le cuente a menudo “cómo de deseada fue” y “cuánta luz trajo a mi vida el día de su nacimiento”. Mi hijo me mira a los ojos fijamente y busca sostén emocional, lo busca porque aunque crezca siempre habrá un punto de retorno y el hecho de saber que siempre habrá una mirada comprensiva le dará seguridad.
Así que demostremos el cariño a nuestros hijos de todas las maneras posibles: para eso tenemos unas grandes manos con las que acariciar y unos labios con las que besar. Además poseemos un vasto vocabulario para que los niños entiendan el lenguaje del amor y lo doten de colores brillantes, palabras dulces y recuerdos tiernos
Si amamos, ellos aprenderán a hacerlo, si les repetimos hasta la saciedad que son bellos, competentes y que estamos orgullosos de ellos, aprenderán a quererse y pisarán fuerte por la vida.
Cuando un bebé llega al mundo sus padres lo colman de besos… ¡qué mejor bienvenida para alguien destinado a cambiar y alegrar nuestras vidas para siempre! El contacto físico con los padres les da seguridad, pero esto también es así cuando crecen.
Sé que en ocasiones todos nos sentimos bloqueados y nos cuesta ser amorosos: magnificamos las equivocaciones de los niños y somos incapaces de serenarnos y hablar sobre ello. En lugar de ello los etiquetamos como “malos”, “torpes”, “insensatos”, pero ellos confían en nosotros y creen en nuestras palabras.
Cuando una persona hace “algo mal” no está siendo “mala”, confundir estos aspectos no sirve más que para menoscabar la estabilidad emocional de quien recibe estos apelativos.
Vivimos en una sociedad que da valor a cosas superfluas y, por si fuera poco, nos hemos introducido en un engranaje productivo que nos arrastra fuera del hogar y nos deja pocas horas para estar junto a los nuestros. Pero aún así podemos recuperar nuestra esencia y mirar a los niños a través de sus ojos, porque los adultos no siempre tenemos razón
Despojarnos de nuestra superioridad, de los enfados, de la rabia y de la idea que “sólo nosotros tenemos lo sabemos todo”, cuesta trabajo, pero vale la pena: por ellos y por nosotros mismos, porque dar generosamente lo mejor de nosotros mismos nos convierte en unos padres en los que confiar y a los que los que respetar desde la sinceridad.
No lo dudéis ni un instante: cosquillas, caricias, abrazos, contacto estrecho, palabras amorosas… les dan fortaleza a nuestros hijos y también les ayuda a aprender a quererse, a amar y hacerse respetar. Porque nosotros les amamos por lo que son, y les amaremos pase lo que pase.

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